El Matheny Express
Viajando en tren por Europa con
nuestros seis hijos pequeños.
(Una historia verdadera)
Quería nombrar este capítulo “Asesinato en el Orient Express” como el libro de Agatha Christie pero este capítulo no se trata de resolver quien lo hizo sino más bien “¿Por qué lo hice?” (Tomar el tren). A veces las verdades espirituales se aprenden mejor en el trayecto de nuestras vidas. Partimos de Seattle, Washington, el 29 de Abril de 1991 y cruzamos la frontera para entrar a Rumania el 6 de Mayo del mismo año. Aparte de volar en dos aviones, abordamos cinco trenes en el transcurso de siete días. El principal de ellos fue el Oriente Express desde Paris hasta Budapest, Hungría.
¡Estábamos en camino hacia el campo misionero! Este no era un viaje de exploración para ver si era el lugar al cual Dios nos estaba enviando como misioneros. Yo estaba seguro que Dios quería que fuéramos a Rumania así que fuimos. Dije “fuimos” porque éramos mi esposa, mis hijos y yo. Tenemos seis hijos: Ben, el mayor, tenía once años, Philip tenía nueve, Bethe tenía siete, Ruth tenía cinco, Sarah tenía dos años y medio y Caleb tenía seis semanas de haber nacido. La Biblia dice “Bienaventurado el hombre que hinchió su aljaba de ellos [hijos]” (Salmo 127:5). Mi esposa suele responder, “¡Si querido, bienaventurado es el hombre!”
Habíamos volado desde el aeropuerto internacional de Seattle-Tacoma en Washington hasta el aeropuerto John F. Kennedy en Nueva York para después volar hasta Lisboa, Portugal. El motivo por el cual no tomamos un vuelo directo a Rumania fue porque nuestro agente de viajes nos había dicho que nos ahorraríamos mil dólares por viajar en tren. También nos dijo que así podríamos ver Europa en el camino. Suena emocionante estar en ciudades como Madrid o Paris pero lo único que vimos fue el interior de las estaciones de tren. ¡No es divertido viajar en tren con 21 maletas y seis hijos pequeños! Tenía miedo de perder uno de mis hijos dondequiera que íbamos. Aparte de todo, Nancy había tenido cesárea cuando nació nuestro último hijo, Caleb, tan sólo seis semanas antes.
Al arribar al Lisboa, Portugal necesitábamos encontrar un cuarto ya que faltaban varias horas para la salida de nuestro primer tren. En el hotel nos enseñaron una suite muy costosa con solo una habitación para los ocho. Cuando me quejé del precio, el dueño me mostró una habitación más pequeña con cinco colchones en el suelo por solo un poco menos. Estoy seguro que el hotel solo utilizaba este cuarto para hacer que todos los turistas tontos creyeran que el costo del primer cuarto caro era una ganga. Entonces, pagamos la habitación cara. Por lo menos tenía un baño. Intentamos descansar un poco ya que estábamos muy cansados por el viaje y el cambio de horario. Por la tarde, logramos meter a todos en dos taxis (lo cual no es fácil considerando las 21 maletas que llevábamos) y partimos para la estación del tren para confirmar nuestros boletos.
Fue en ese momento que empezaron mis problemas de lenguaje. Yo daba por hecho que siempre habría alguien como el del hotel que supiera hablar inglés y si no, pensé que solo tendría que hablar fuerte y lentamente. Claro, esto no funciona pero es precisamente lo que hacía automáticamente en cuanto alguien me hablaba en un idioma extranjero. Tuvimos que hacer uso de dibujos y pantomimas, especialmente en los trenes. Afortunadamente la palabra para baño en inglés es muy similar en varios países lo cual es bueno porque cuando viajas con seis niños pequeños siempre estás buscando un baño.
A pesar de todo, abordamos el tren. Es necesario llegar temprano a la estación del tren para asegurar que todos estén en el mismo vagón especialmente cuando son ocho personas y los trenes están muy ocupados. Desafortunadamente no llegué lo suficiente temprano lo cual hizo que en la primera noche todos mis hijos estuvieran regados a lo largo del tren en diferentes vagones. ¡Honestamente! Le rogué a varias personas que permitieran que tres de mis hijos se quedaran en uno de los compartimentos y si les hicieron espacio mientras mi esposa y los bebés estaban en el compartimiento de al lado. Los compartimientos tenían seis u ocho asientos y tenían lugar para el equipaje. No pude conseguir un lugar cerca de mi familia por lo que dormí la primera noche en el pasillo encima del equipaje para que no se lo robaran. Me han dicho que fui muy afortunado porque el personal del tren me permitió hacerlo ya que los pasillos son muy angostos. Aún tenía buena actitud por estar muy animado de estar en ruta a nuestro campo misionero.
La siguiente mañana arribamos a Madrid. Teníamos boletos de primera clase pero era necesario llegar temprano para reservar los lugares como les he contado. Esto era un problema. En la terminal principal en Madrid logré desperdiciar la mayor parte del tiempo que teníamos en la fila incorrecta. Por fin obtuve los boletos con los asientos asignados con apenas suficiente tiempo para alcanzar el siguiente tren. Recuerdo que el tren estaba a 21 andenes de donde estábamos. Esto era un gran problema. Ben, nuestro hijo mayor, me ayudó con el equipaje mientras Philip ayudó con su hermanita y Nancy se encargó de los más pequeños. Tuvimos que dar varias vueltas para llevar el equipaje. Ya que estábamos formados para abordar empecé a preguntar si era el lugar correcto. No quería subirme al tren equivocado como había pasado tanto tiempo en la fila equivocada al comprar los boletos. La primera persona a quien le pregunté no sabía inglés pero miró el boleto y señaló el tren, la segunda persona hablaba un poco de inglés y de igual manera señaló al tren. Por lo anterior me sentí confiado al subir al tren con toda mi familia y las 21 maletas. El vagón del tren no tenía compartimientos separados sino aproximadamente 60 asientos. Acomodé a mi familia en sus asientos y suspire de alivio porque habíamos llegado a tiempo. Por algún motivo sentí la necesidad de preguntar una vez más si estábamos en el tren correcto. Así que dije en voz alta “¿Hay alguien aquí que habla inglés?”
“Yo hablo inglés,” Respondió el hombre que estaba del otro lado del pasillo.
“Hay, que bien,” dije, y le di los boletos preguntándole, “¿Este tren va a Paris, verdad?”
“¡No!”, me dijo.
“¡Si, va!”, dije.
“¡No va a Paris!” me volvió a decir.
“¡Pero, otras personas me dijeron que si va para Paris!”
“Lo siento, pero este no va a Paris,” insistió.
“¿Entonces, cual es el tren que va a Paris?” pregunté.
Señalo al frente del tren y dijo, “Ese es el tren que va para allá.”
Esto me confundió mucho porque estaba señalando el frente del tren en el que estábamos. “¡Ese tren es, este tren!” Al señalar al frente seguía siendo este mismo tren, no entendía que era lo que él me quería decir.
“Ven,” me dijo, y le seguí hacía afuera. Señaló el tren en el que habíamos estado y dijo, “¡Es cierto que el tren en el que estabas va a Paris, pero no el vagón en el que estabas!” Después dijo, “Mira, están desconectando este vagón del tren en este momento. Tienes sólo un minuto para bajar a tu familia y cambiarse a otro vagón.”
“¡Caray!” De alguna manera logramos acomodarnos en un compartimiento de ocho asientos toda mi familia y dos personas más. Fue necesario poner algunas maletas en el pasillo. Ya nos estábamos cansando de este “Tour” de Europa. Apenas habíamos salido de la estación de tren de Madrid cuando mi esposa se inclinó hacia mí y me dijo, “Para la siguiente, mejor volamos.” Le contesté, “Si, eso mismo he estado pensando pero no quería decir nada.”
Lo único que recuerdo de esa parte del viaje es ver pequeños pueblos que me hacían recordar México, y una estación de tren que parecía que debería estar en una vieja película vaquera del viejo oeste. Esa parte de España no se veía como yo me había imaginado que se vería Europa. Pasamos una noche muy larga en el tren a Paris. En ninguno de los trenes había camas (ninguno a un precio que yo pudiera pagar). Nos quedamos en nuestros asientos todo el camino. “¡Que divertido!”
La siguiente mañana llegamos a Paris y tuvimos una larga espera para nuestro siguiente tren el Orient Express. Pasamos casi seis horas sentados en el piso de cemento. No pude encontrar ningún hotel que nos permitiera quedarnos todos en una sola habitación y no me alcanzaba en dinero para alquilar dos cuartos. Haciendo memoria, realmente fui muy tacaño con el dinero, debí haber alquilado los dos cuartos aunque estuvieran caros. Por la tarde por fin encontré un hotel que nos permitió quedarnos en un solo cuarto faltando menos de tres horas para abordar el tren. Intentamos dormir aunque sea un poco. Por lo menos nos serviría darnos una ducha.
El Oriente Express fue el tramo más largo de nuestro viaje. En él atravesaríamos cuatro países. Al abordar el tren esa tarde logré acomodar a toda mi familia junto con nuestro equipaje en un compartimiento sin nadie más. Como llegamos temprano a la estación pudimos reservar los asientos pero solo hasta esa noche cuando entraríamos a Alemania. Me dijeron que era poco probable que se llenara el tren. Llenamos el espacio entre los asientos con algunas de las maletas para formar una cama en donde acostarnos, con todo y pañales olorosos. A Nancy se le acabaron los pañales desechables y estaba usando pañales de tela. Los lavaba en el baño del tren y los colgaba en nuestro compartimiento para secarlos. No era el Marriott, pero por lo menos estábamos juntos.
Más tardamos en dormirnos cuando nos despertaron. El tren estaba en alguna parte de Alemania, era aproximadamente la una y media de la mañana. La puerta se abrió y la luz se encendió y había una pareja de viejitos parados nada más viéndonos. En ese momento escuchamos las cuatro palabras que nadie quería escuchar, “Estos son nuestros lugares.” Esto lo dijo fuertemente la señora en su inglés no muy bueno.
Me tallé los ojos, la miré unos segundos y me empecé a levantar. “Vamos a estar muy apretados con tantos y todas nuestras maletas, quizás pudieran encontrar otro lugar.”, le sugerí. Obviamente, yo no quería levantar a toda mi familia y mover todo nuestro equipaje. En ese momento ella le gritó fuertemente a su esposo. “¡Ve por el guardia! ¡Ve por el guardia! ¡Ve por el guardia!” Le dije, “Señora, está bien, nos moverémos.”
Ella me había sorprendido e irritado con su voz fuerte y definitivamente ya estaba muy despierto. Me tropecé con las maletas al salir del compartimiento hacia el pasillo. Pensé que si pudiera encontrar un compartimiento desocupado ella estaría contenta. Para mi sorpresa, el compartimiento de al lado estaba completamente vacío.
“Mire, este compartimiento está vacío”, le dije.
Empezó a gritar otra vez, “¡Ve por el guardia!” y lo repitió y repitió sin parar.
Le contesté fuertemente, “Está bien, Señora, nos vamos de aquí.”
Lo siento, pero me molestó. Nuestros hijos menores estaban llorando y yo intentaba mover todo el equipaje en la madrugada. Mientras lo hacía, oré al Señor diciendo, “¿Bueno, Señor, qué opinas de esto?” Adivinen que versículo me vino a la mente, “Bienaventurado el varón que arroja a los gritones del tren.” No, el versículo que Dios me dio fue, “Y a cualquiera que te cargare por una milla, ve con él dos.” Así que dije, “Está bien”. Me di la vuelta pensando, “¿Cómo puedo aplicar este versículo en esta situación del tren?” Esta parejita de viejitos tenía dos maletitas y dos mochilas tipo militar. Cada uno era mayor de 65 años y sabía que no les sería posible levantar las maletas para ponerlas en los gabinetes que estaban arriba de los asientos. No las podían dejar en el piso como le habíamos hecho nosotros ya que no tendrían espacio para sus pies y no habría lugar para alguien más si llegaran después.
Tomé una de las mochilas. Sus ojos saltaron y me pegó en las manos y dijo, “Quita tus manos de allí. ¡Son nuestras!” y agarró la mochila y la jaló. Le dije, “Oiga, no me las estoy robando. Les iba a ayudar a colocarlas en el gabinete.” Ella dijo, “¿Qué?” Ella no podía entender por qué les ayudaría y yo no tenía ganas de explicárselo por lo que procedí a tomar las mochilas y entré a su compartimiento y las coloqué en el gabinete. Eran muy pesadas, debían traer libros. Pensé, “Que suerte tienen de que estuve aquí para ayudarles.”
Después salí al pasillo para tomar las maletas y la señora puso sus manos encima y dijo, “No, no te la puedes llevar.”
Me paré, la miré y le dije, “¡Escuche, no me la estoy robando!”
“Lo sé.” Dijo ella.
“¿Lo sabe?” dije.
“Si” respondió.
“Entonces, ¿Cuál es el problema?”
“No es correcto que lo hagas” me dijo apenada.
“¿No lo es?” le pregunté.
“¡No, no lo es!”
Los dos reflejaban culpa en sus rostros. No pude evitar sonreír ya que me sentía bastante contento porque ellos se sentían mal. Les dije, “Quiero ayudarles.” Tomando la otra maleta la coloqué en el gabinete. Tomé su bolso de mano y lo coloqué en el asiento a un lado de donde se sentarían solo para hacerlos sentir un poco más de culpa. Les dije, “Si necesitan algo, estaremos justo al lado. Solo toquen la pared y vendré a ayudarles.” Se notaba que ambos se sentían bastante mal. Los dos señalaron con las manos que me fuera. Le dije, “De verdad, si les puedo ayudar con algo más con gusto lo haré.”
“Si, ya váyase,” me dijo empujándome hacia la puerta. Durante todo este tiempo, su esposo no dijo ni una palabra. Resultó que él no hablaba inglés. Fui al compartimiento de al lado donde estaba mi familia y le conté a Nancy todo lo que había pasado. Ahora tenía mucho gozo pero ella dijo, “¡Yo sigo molesta con ellos!” Ella estaba intentando lograr dormir a los bebés. No creerán lo que sucedió después.
Esa misma noche tan sólo cuatro horas después, casi las 5:30 a.m. estando en nuestro “nuevo” compartimiento, la puerta se abrió, la luz se encendió y otra vez había dos personas paradas en la puerta diciendo esas mismas cuatro palabras, “Estos son nuestros lugares.” Me levanté sobre una rodilla y les miré pensando “No se puede razonar con esta gente.” Mientras aún los miraba me di cuenta que mi esposa también se había levantado. Volteé a verla y su cara estaba muy cerca a la mía, tan cerca que incomodaba, y tenía mirada como la de una serpiente y dijo, “¡No nos moveremos!” La miré y después volteé a ver a la gente que estaba en la puerta y me pregunté, “¿Cómo es que nos metemos en estas situaciones?”
Dios manda ayuda de un lugar inesperado.
La pareja de viejitos que nos había sacado de nuestro compartimiento unas horas antes aparentemente no se habían dormido ya que aún estaban vestidos. Ellos salieron a preguntarle a la pareja que estaba en nuestra puerta que hacían. No sé en qué país estábamos, ya que el tren seguía en movimiento, pero ambas parejas sabían un poco de inglés por lo que hablamos en inglés. La mujer que nos había obligado a movernos tan solamente unas horas antes empezó a alzar la voz. ¡Esto le salía muy bien! “Esta es una familia muy bonita,” refiriéndose a nosotros. “¿Qué, no pueden ver que tienen seis hijos?” La señora fue la única que habló, su esposo y yo solamente movíamos la cabeza mostrando que estábamos de acuerdo con lo que decía. Entonces dijo, “De seguro pueden encontrar otro lugar en donde sentarse.” Les preguntó, “¿Qué clase de personas son ustedes que los harían moverse?” ¡Ella fue genial! La pareja se fue y ella nos volteó a ver diciendo lo mismo que yo le había dicho un poco antes, “Nosotros estaremos justo al lado y si necesitan ayuda, solo toca en la pared y vendremos a ayudarles.” Le dije, “Muy bien.” Al siguiente día nos hicimos amigos pues compartieron su almuerzo con nosotros. La Palabra de Dios es muy poderosa. Si no hubiera obedecido el versículo yo aún estaría molesto con la señora pero ahora tenía gozo.
Un poco más tarde nuestro tren arribó a Viena, Austria. Dejé a Nancy con mis hijos en el tren y fui a buscar algo con que hacer sándwiches. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que saliera el tren y planeé regresar a tiempo pero cuando llegué el tren ya no estaba allí. Pensé que estaba confundido y que el tren estaba en otro carril. Busqué pero no lo pude encontrar. Estaba al borde del pánico. “¿A dónde se había ido mi familia? ¿Hasta Budapest, o se bajarían en la siguiente estación para esperarme?” Sólo podía imaginarme lo que estaría pensando mi esposa cuando salió el tren de la estación sin mí.
Afortunadamente, cuando le enseñé mis boletos al conductor me indicó con la mano que le siguiera. Habían movido los vagones a otro andén para conectarlos a máquina. ¡Fue muy bueno volver a ver nuestro tren! Una vez a bordo del tren de nuevo, Nancy y yo coincidimos en que sería buena idea ya no bajarnos del tren hasta llegar a Budapest, lo cual sería ese día por la tarde. Si necesitáramos más comida, compraríamos papas fritas y refrescos en el tren.
Hasta ese día por primera vez, empecé a disfrutar del viaje. Teníamos suficiente comida por lo que no tendríamos que bajarnos del tren hasta la tarde. Todas las ciudades por las que pasamos se veían limpias y bien ordenadas. Las casas eran bonitas, había plantas en hileras bien ordenadas, y recuerdo haber visto a una pareja acomodada montando a caballo.
No deseo ofender a la gente que vive en Europa Oriental, pero en 1991 la comparación con el occidente era como comparar la noche con el día. Cruzar por los países donde había estado la “Cortina de Hierro” me abrió los ojos. Cruzamos en Hungría y las diferencias fueron evidentes inmediatamente. Todos los edificios estaban deteriorados y todos los letreros en los pueblos parecían no haber sido pintados desde la segunda guerra mundial. Los señalamientos estaban tan sucios que casi no se podían leer y las casas pintadas de color ladrillo no eran bonitas. Cabe mencionar que no es así hoy en día pero en aquel entonces todo el país se veía monótona y triste.
Cuando llegamos a Budapest esa tarde, la estación de tren estaba muy oscura y sucia. Bajé nuestro equipaje y empecé a buscar unos cuartos para quedarnos tres noches. Hoy en día es diferente, pero en aquellos años era necesario obtener una visa para entrar a Rumania y nos fue necesario esperar hasta el lunes a que abriera la Embajada Rumana. Sin este contratiempo nuestro viaje hubiera sido dos días más corto. Habían pasado tres días desde que nos subimos al primer tren en Portugal, sin mencionar los vuelos desde el aeropuerto Seattle-Tacoma en Washington y después del aeropuerto Kennedy en Nueva York. Todos estábamos cansados y deseando que el viaje se acabara. Fue entonces que empecé a orar a Señor pidiéndole, “Sólo llévanos a Rumania.”
Metimos a toda la familia y el equipaje en dos taxis mientras dábamos vueltas en Budapest buscando alojamiento para la noche. El primer lugar al que fuimos nos había dicho el taxista que era un buen lugar, a mí no me pareció bonito sino viejo. Le pedí un cuarto al hombre que estaba en el mostrador y él me dijo que costaría “¡$250 dólares la noche!”
“Tiene que haber algún error; no necesitamos un departamento fino, solo un cuartito nos bastará.”
“Es solamente un cuarto.” me respondió.
“¿Un cuarto?”
“Si, un cuarto, una cama, una noche,” respondió, se dio la vuelta y se fue.
Cuando salí me percaté que ambos lados de la calle estaban llenos de carros estacionados sin dejar ni un espacio hasta donde me alcanzaba la vista. Los taxis en que viajábamos estaban estacionados en doble fila. Uno de los choferes me explicó que la mayoría de los carros venían de Rumania porque la gente estaba saliendo de Rumania en ruta al Occidente por lo tanto todos los cuartos económicos estaban ya ocupados. Entonces el chofer nos llevó a unos departamentos deteriorados. No había banquetas, solo había lodo. Dijo que él tenía un amigo que en ocasiones rentaba su departamento. El pasillo que llevaba al departamento estaba muy mal alumbrado y empecé a creer que había cometido un error. Tengo una buena imaginación y estaba preguntándome si no me irían a golpear en la cabeza en cualquier momento. Su amigo no estaba en su casa y estuve muy feliz de salir de allí.
Al regresar al taxi, Nancy me dijo, “Necesitamos hacer algo.” Mi familia estaba apretada en dos taxis con maletas en el techo, maletas en la cajuela y maletas en los asientos. Oré una vez más, “Señor, solo llévanos a Rumania.” y le dije a mi esposa, “Si, vamos a hacer algo.” Le pregunté al taxista si conocía otra mejor opción y él me contestó, “¿Quieres probar el servicio de hotel?” Yo no sabía a qué se refería pero con los taxímetros andando le contesté, “Sí, claro, intentémoslo.” Llegamos a una acera muy bien alumbrada cerca del centro de la ciudad. Salieron varias personas con álbumes de fotos de cuartos en renta. Le dije al taxista, “Estos no parecen cuartos de hotel.” “No lo son,” me contestó. Me explicó que había gente que rentaban cuartos en sus hogares. Ellos traían fotos a estas agencias y las agencias las rentaban. Terminamos rentando un cuarto por $100 dólares la noche en la casa de un señor. Pasamos tres noches allí mientras el dueño dormía en la cocina. Esto fue muy diferente pero funcionó y no teníamos más opciones.
El lunes por la mañana obtuvimos nuestra visa para entrar a Rumania. Nos habíamos comunicado con un hombre Rumano mediante cartas. Él nos estaba alistando un departamento en un pueblo llamado Oradea que se encuentra justo cruzando la frontera de Rumania. Después de cuatro intentos, por fin logré comunicarme con él para avisarle que ya veníamos en camino. Después de conseguir los boletos pensé, “Este será nuestro último cambio de tren.”
Lo último que recuerdo de Hungría es el McDonald´s que se encontraba en la estación sucia y oscura del tren. McDonald´s con sus colores brillantes parecía estar muy fuera de lugar en esta estación. Mi familia estaba “a salvo” en el tren así que decidí comprar algo muy familiar, unas Big Mac y unas Cocas. No había McDonald´s en Rumania y no habría por más de seis años así que estábamos en esencia “despidiéndonos de la civilización”.
Pensé, “Lo logramos” y “Jamás lo tendremos que volver a hacer”. Había esperado doce años desde graduarme del seminario bíblico para llegar al campo misionero. Solo nos esperaba un obstáculo más.
Estábamos a dos horas de Budapest en lo que creía sería el último tramo de nuestro viaje en tren. De repente, nuestro tren se detuvo en medio de la nada. Había una estación pero no había ningún pueblo a la vista, ni siquiera había muchas casas. Las bocinas sonaron con información en húngaro. Normalmente no me hubiera importado. Tenía los boletos, estábamos en el tren correcto, y nos llevaría hasta Rumania, pero parecía que toda la gente se estaba bajando del tren. Le dije a Nancy que al revisar los vagones delante y detrás del nuestro que todos estaban vacíos. Solo quedábamos nosotros. El viaje en tren debería haber durado cinco horas por lo que sabía que no estábamos en Rumania. Dije lo que ya parecía ser obvio, “Creo que somos los únicos que quedan en el tren.” Mi esposa jaló la cortina y se asomó por la ventana y dijo, “No sé cómo si aquí no hay nadie. Parece ser solamente un campo.” Fue entonces que un hombre uniformado que parecía estar a cargo de todo tocó en la ventana del compartimiento cruzando el pasillo de donde estábamos sentados. Fui a la ventana de nuestro compartimiento y la bajé. Él sabía dos palabras en inglés: “¡Abajo tú!” Le mostré los boletos y le dije que íbamos a Rumania y que “estaba seguro” de que éste era el tren correcto. Estoy seguro que el entendía lo que decían los boletos pero no creo que me entendió a mí y solo respondió con “¡Tú abajo!”. Hice el intento de explicarle una vez más pero solo contestó más fuertemente, “¡Abajo tú!”. No me quería bajar. ¿Qué haría en medio de la nada con mi familia y todo el equipaje? Él se río y fue por unos maleteros para que vinieran a nuestro tren. Abrieron las ventanas y literalmente empezaron a aventar nuestro equipaje por la ventana del tren hasta las vías que estaban a un costado del tren. Entonces, nos bajamos del tren.
Imagínense la situación: Estábamos parados en las vías de otra estación de tren con nuestro equipaje, seis hijos y con la bocina de la estación aún sonando muy fuerte. Sentí como si estuviéramos a punto de ser llevados a un campo de concentración. Mi hija, Bethe, que tenía siete años cargaba un gran conejo blanco de peluche que le habían dado en los Estados Unidos, se me acercó con una mirada de preocupación y me jaló del pantalón preguntándome, “¿Papá, qué estamos haciendo aquí?” “No lo sé,” le respondí. No fue una buena respuesta para un papá que se supone que debería tener todas las respuestas. No tuve que esperar mucho tiempo.
El hombre que había aventado nuestro equipaje por la ventana del tren regresó con unos carritos y puso nuestras maletas con nuestros hijos encima de ellos y nos indicó que le siguiéramos. Nos guio a la parte de atrás de la estación donde había seis camiones azules esperando. Le gente en los camiones estaba molesta porque nos habían estado esperando pero nosotros no teníamos forma de saberlo ya que no entendíamos las indicaciones que se habían dado por la bocina. Cargaron nuestro equipaje en el último camión. Nancy estaba al frente del camión parada cargando a nuestro bebé, Caleb, que estaba llorando y yo estaba hasta la puerta de atrás con las maletas literalmente recargadas en mi cara. Nuestros hijos fueron colocados en diferentes asientos y hasta encima de algunas maletas que se habían puesto en el pasillo.
En ocasiones durante el viaje vimos que nuestros hijos nos miraban con una expresión que decía, “¿Esto está bien, todo va a estar bien?” Claro que como padre nunca les muestras la preocupación que sientes sino que les das la mejor cara. Yo estaba en una posición muy incómoda en el camión ya que si la puerta se abriera las maletas me empujarían y caería a la calle. Los camiones nos llevaron a una estación de tren que se encontraba a 10 millas aproximadamente y todos los pasajeros se bajaron de los camiones. Cuando abrieron la puerta de atrás me caí con algunas de nuestras maletas. Hasta este momento no sé por qué fue necesario subirnos a estos camiones. Quizá estaban reparando las vías pero la verdad es que no sé.
El siguiente tren al que abordamos era más pequeño y mucho más antiguo. Parecía un tren de la segunda guerra mundial por lo que sabíamos que estaríamos muy apretados. Le dije a mi esposa que se subiera en el último vagón del tren a buscar un lugar para nuestros hijos mientras Benjamin y yo llevamos las maletas al tren. Nancy encontró un compartimiento en donde ella y nuestros hijos se podían sentar junto con dos familias más. Estaba muy apretado, sin exagerar, y no había espacio para las maletas. Benjamin y yo nos quedamos hasta el final del vagón con nuestras maletas en el piso del pasillo. Los pasillos de los trenes eran muy angostos y en este tren estaban llenos de gente parada porque ya no había en donde sentarse. ¡La gente se estaba parando en nuestro equipaje! Rechiné los dientes y le pedí al Señor una vez más, “Sólo llévanos a Rumania.”
Estuvimos parados el resto del camino viendo como aplastaban nuestras maletas. Por fin llegamos a la frontera. El tren se fue parando poco a poco y se sentía como cada vagón le pegaba al vagón de en frente, bang, bang, bang, bang como diez veces. Le pregunté a uno de los pasajeros que estaba parado en una de nuestras maletas, “¿Estamos en la frontera? ¿Estamos en Rumania?” El hombre se paró y dijo que si señalando al frente del tren diciendo, “Rumania, Rumania.” Vi por la ventana en la dirección que nos había señalado. Jamás había estado en Europa Oriental y mucho menos en Rumania pero a menos de una milla se encontraba el país al que yo soñaba llegar. Mi primer pensamiento fue, “No se ve diferente a Hungría.”
Noté que había muchos militares a bordo del tren y que parecían trabajar allí. Cruzamos la frontera de Rumania en 6 de Mayo de 1991, aproximadamente un año y cuatro meses después de su revolución. Durante la revolución murieron muchas personas y ahora estaban trabajando duro para hacer la transición a una economía occidental. Me asombro al ver cuánto ha cambiado el país en los últimos veinte años; ahora hay grandes tiendas en las que uno puede comprar cualquier cosa que desea, Rumania se ha unido a la ONU y a la Comunidad Europea. Pero en Mayo de 1991, Los Estados Unidos era como Disneylandia en comparación a Europa Oriental.
Esperamos en el tren un momento mientras tres soldados jóvenes con metralletas abordaron. Las metralletas no estaban colgadas de sus hombros sino que las traían en las manos. Uno de ellos gritó, “Pasaporte, pasaporte”. Por lo menos podía entender lo que estaba diciendo, y le di nuestros pasaportes. Me miró fijamente y me dijo, “¿Opt pasaporte?” Bajó su metralleta y levanto ocho dedos. Asenté con la cabeza y después de un rato entendió que el resto de mi familia se encontraba en el compartimiento de en frente. Entonces se dio la media vuelta y se bajó del tren llevándose nuestros pasaportes. Me habían dicho que jamás debería permitir que alguien se lleve tu pasaporte ya que son la única prueba aceptable para demostrar la identidad. Entonces, seguí al soldado para pedirle los pasaportes. Dos soldados llegaron y me empujaron. ¡No se puede discutir con personas que cargan metralletas! Se me ha de haber notado mi sorpresa en el rostro ya que uno de los soldados dijo, “OK, OK, no se preocupe.” Volví al tren y pensé, “Tienen nuestros pasaportes y si avanza el tren estamos perdidos.”
Después de diez minutos, un agente aduanal uniformado abordó el tren y me dijo algo en rumano. Levanté los hombros para hacerle entender que no hablaba rumano, y dije en inglés, “No entiendo.” Para mi sorpresa me empezó a hablar en inglés.
“¿Estas son tus maletas?” dijo señalando a las maletas en el suelo del pasillo.
“Pues, si, son nuestras,” le contesté y agregué “Perdón pero no había en dónde ponerlas.”
“¿Dónde está la documentación?”
“¿De qué?” le respondí.
“Para las maletas. ¡Muéstreme la documentación de las maletas!”
Le expliqué que había pasado por varios países y que en ninguno me habían solicitado documentación para las maletas. Aparentemente, la documentación tenía que llevar un registro de lo que llevaba cada maleta. El, después de todo, era un oficial de la aduana y era su trabajo inspeccionar lo que entraba al país. “No tienes papeles, abres las maletas,” me dijo. El procedió a mover a la gente que estaba encima de nuestro equipaje y las empezó a abrir. Algunas eran cajas de cartón cerradas con cinta adhesiva la cual cortó con su navaja.
En este momento sucedió algo que nunca olvidaré. Una de las cajas de cartón estaba llena de muchos ejemplares del Nuevo Testamento en rumano, mi Biblia en inglés y una Biblia en ruso que me habían regalado mientras estaba en Hungría para que se lo diera a algún ruso que fuera a vender al mercado al aire libre en Rumania. Al agente de aduana sólo le interesaba una cosa, “¿Por qué tienes Biblias?” Sabía que bajo el régimen de comunismo había sido ilegal ingresar Biblias a Rumania, pero me habían dicho que después de la revolución ya no era cosa de que preocuparse. No entendía cuál era el problema pero el agente no lo dejaba en paz. Empezó a hacerme más preguntas. “¿Por qué tienes Biblias? ¿Las vas a vender? ¿Por qué en nuestro país? ¿Cuánto tiempo te quedarás? ¿Qué vas a hacer?” Tenía muchas preguntas.
“No las voy a vender.” Le dije.
“¿Por qué las tienes?”
“Las voy a regalar.”
Tenía miedo de decirle que era un predicador Bautista y que venía a abrir iglesias. Si no le gustaban las Biblias de seguro no le iba a agradar que fuera misionero. Al parecer éste hombre tenía la autoridad de hacer que el tren esperara, y de decidir que entraba a Rumania y que se quedaría atrás. Sorprendentemente, después me preguntó:
“¿Eres Rumano?”
“¿Rumano? No, soy Americano.”
“¿No eres Rumano?” dijo otra vez.
Meneando la cabeza le dije, “No, soy Americano.”
“¿Eres Americano?”
“Si,” le dije.
“¿Eres ciudadano Americano?” me preguntó.
“¡Sí, soy ciudadano Americano!”
“¡No!” me dijo, y empezó a trasegar la caja de las Biblias otra vez.
Me le quedé viendo un instante y le dije, “¿Qué quiere decir, ‘No’?”
“¡No, tú no eres ciudadano Americano!”
Le dije, “¿Qué, es una broma?”
Después de esto encontró la Biblia en ruso que tenía. “Esto es una Biblia rusa,” me dijo, y parecía estar muy orgulloso de haberla encontrado, “¿Por qué tienes una Biblia rusa?”
“Sólo es para regalar,” le dije.
La hojeo un momento y preguntó, “¿Eres Ruso?”
Le contesté, “¡No!” y pensé darle mi pasaporte para comprobar quien era, pero ya no lo tenía puesto que se lo habían llevado unos minutos antes. Pensé, “¿Qué estarán tramando?” Levanté mi mano en el aire como si estuviera tomando un juramente y le dije, “¡Soy ciudadano Americano!” Ahora se me hace chistoso pero en su momento no lo veía así.
“¿Eres Americano?”
“¡Si, Americano!” le respondí.
“¿Eres ciudadano Americano?”
“Si, ya entendiste, ciudadano Americano.”
“No,” me dijo.
“¿No qué?” le reté.
“¡No, tú no eres ciudadano Americano!”
Ya estaba aturdido con todo esto. Me le quedé viendo un rato y le dije, “Está bien, No soy Americano, no soy Ruso y no soy Rumano, entonces ¿Quién soy?”
Tomó mi Biblia en inglés que estaba en la caja de cartón y me dijo, “Lee esto.” Yo pensé que él quería ver si sabía leer en inglés y así comprobar que era americano. Empecé a leer el primer versículo que vi pero él me detuvo y dijo, “No, lee esto.” Señaló Efesios 2:19, el versículo que habla de que los cristianos son ciudadanos del cielo. En ese momento me detuvo otra vez y dijo, “¿Eres cristiano, y los cristianos son ciudadanos del cielo?” Lo miré y le dije, “Si,” preguntándome a donde llevaría esto. Me pareció que me había ayudado leer aunque sea un versículo de la Biblia, algo que yo necesitaba porque tenía el temor de que probablemente iría a la cárcel. En ese momento en agente miró en ambas direcciones y me dijo, “Yo también soy cristiano, y ciudadano del cielo.” Entonces extendió la mano y me saludó diciéndome, “Me da mucho gusto que vengas a nuestro país.”
“De verdad” le dije. Tenía sentimientos encontrados. Él era cristiano y yo no estaba ya en apuros, pero él me la había hecho de emoción y lo único que podía hacer era sonreír. Me comentó que antes de la revolución el permitía la entrada de Biblias a Rumania. Dijo que un hombre había escrito un libro en donde hizo referencia a él diciendo, “Dios había segado los ojos del agente aduanal.” Me dijo que cuando abría maletas que contenían Biblias cuando estaban bajo el régimen del comunismo, el cerraba la maleta sin decir nada. Añadió, “Dios no me cegó, sólo me puso allí para permitir que pasaran las Biblias.”
Estaba feliz de que ya habíamos terminado con la inspección de documentos y equipaje y que aparentemente todo estaba listo para entrar a Rumania. Unos minutos después regresaron los oficiales con nuestros pasaportes. Entiendo que se los habían llevado para registrarlos en la frontera. El tren empezó a avanzar, cruzamos la frontera y entramos a Rumania. Fue un alivio saber que todo eso quedaba atrás y que nos bajaríamos en la primera ciudad. Cuando por fin se detuvo el tren al final de nuestra odisea de siete días, me di cuenta que el Señor había contestado mí oración, “Sólo llévame a Rumania.” De acuerdo al plan, nos encontramos con un señor llamado Radu. Sólo lo conocía por medio de cartas y una llamada que le había hecho desde Budapest. Fue de mucha ayuda; había contratado dos taxis para llevarnos con todas nuestras pertenencias a un departamento que tenía un refrigerador lleno de comida lo cual no era fácil de hacer en aquel tiempo. Fue allí que probé por primera vez el pan rumano que por cierto es mucho mejor que el pan americano. Radu no se quedó mucho tiempo. Me dijo, “Han de estar muy cansados.”, me dio las llaves y se fue.
Todavía nos quedaba una hora de luz afuera por lo que salí a dar un vistazo. Para mí todo esto era un mundo nuevo. Era común ver borregos, o vacas y mucha gente caminando porque muchos no tenían carros en ese tiempo sino que utilizaban carretas jaladas por caballos. Para mí eran nuevas escenas, nuevos sonidos, y me daba un poco de miedo. Digo miedo porque no sabía que esperar – cómo nos recibirían siendo extranjeros. Afortunadamente, los rumanos son muy hospitalarios y no teníamos por qué preocuparnos.
Estábamos todos muy cansados, así que después de haber cenado nos acostamos temprano. Nuestros dos hijos se durmieron en la sala, las tres niñas en una recamara, nuestro bebé en una cuna improvisada y mi esposa y yo en la otra recamara. Todos se durmieron excepto yo. No podía dormir. Solo me quedé viendo el techo de nuestro cuarto oscuro. Me quedé acostado un rato y después me levanté y fui a la sala donde había un poco de luz que salía de la cocina. Pensé, “Oraré una vez más para darle gracias al Señor por traernos con bien hasta aquí.” Me arrodillé y lo que oré jamás lo había orado antes. Oré, “Señor, por favor permite que todos nuestros hijos sean misioneros.” Después pensé, “¿Por qué oré así?”. Especialmente después de todo lo que habíamos pasado, ¿realmente quisiera que mis hijos pasaran por eso cuando fueran más grandes? Lo único que les puedo decir es que tuve tanto gozo y agradecimiento en mí corazón y supongo que quería que ellos también lo tuvieran. Esta clase de gozo sólo viene del Señor, no de una vida (o un viaje en tren) sin problemas, no de la geografía (estar un tu propio país con tu familia y amigos), no de tinta en papel (el dinero), sino de hacer la voluntad de Dios de corazón. Es mucho más divertido que sentarse en la barra de un bar esperando morir.